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Castillos vs Fortalezas en Ladakh: Un viaje a través de la arquitectura, la historia y la cultura

Introducción — Piedras que cuentan historias

La primera vez que vi el Fuerte Basgo, no parecía un fuerte en absoluto. No había patios pulidos, ni escaleras majestuosas, ni torres de cuento de hadas como las que he recorrido en Francia o Austria. En cambio, se aferraba a los acantilados como una oración desgastada: muros de ladrillo de barro marcados por el tiempo, un paisaje más de silencio que de estructura. Y sin embargo, supe al instante: esto no era vacío. Era memoria grabada en piedra.

Viniendo de los Países Bajos, donde los castillos son orgullosos recordatorios de dinastías reales y el poder europeo, siempre los había visto como símbolos de control: construidos para afirmar, defender y deslumbrar. Sin embargo, en Ladakh, los fuertes parecen susurrar en vez de gritar. Se funden con las montañas. Su autoridad es silenciosa, moldeada no solo por la política, sino también por el viento, el cielo y las enseñanzas del budismo.

En esta columna quiero llevarte en un viaje, no solo a través de continentes, sino a través del tiempo y el significado. Exploraremos castillos del mundo, desde los palacios con fosos de Inglaterra hasta las románticas ruinas de España, para luego regresar a las fortalezas menos conocidas de Ladakh como el Palacio de Leh y el Fuerte Zorawar. Esto no es una lista de “lugares imprescindibles”. Es una invitación a sentir la historia bajo tus dedos. A cuestionar qué significa proteger algo. A preguntar cómo la arquitectura habla de manera diferente según los paisajes y sistemas de creencias.

Si estás leyendo esto desde Europa, imagino que has visitado un castillo, o diez. Pero ¿alguna vez has pensado cómo esas torres y puentes levadizos se comparan con un fuerte en la cima de una colina en el Himalaya, construido no para impresionar a la vista, sino para resistir los elementos? ¿Te has preguntado por qué los castillos estaban pintados con historias de santos y conquistas, mientras que los fuertes ladakhi están coronados con chortens y salas de oración?

Esta es una historia de contrastes y hilos comunes. De cómo las piedras se convierten en símbolos. Ya sea moldeados por el feudalismo o forjados en el aislamiento de rutas comerciales a gran altitud, tanto castillos como fuertes son testimonios de la resiliencia humana. Y quizás, cuando se ven juntos, nos cuentan algo más profundo: que toda civilización, sin importar cuán distante o diferente, construye para recordar, resistir y aspirar a algo mayor.

Comencemos.

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Castillos y fuertes: Más que simples estructuras defensivas

¿Qué define a un castillo? Un legado europeo de poder y prestigio

Cuando los europeos piensan en un castillo, a menudo imaginan una silueta que se eleva desde colinas verdes: torres, muros altos, quizás un puente levadizo y una bandera ondeando al viento. Estas estructuras, construidas entre los siglos IX y XVI, eran mucho más que bastiones militares. Eran símbolos de la jerarquía feudal, del poder dinástico y a menudo de ambiciones estéticas.

En Francia, una vez estuve dentro del Château de Chambord, una oda arquitectónica a la simetría y el esplendor, construida más para la mirada de la corte que para las amenazas de un sitio. En contraste, castillos escoceses como Dunnottar se aferran desafiante a los acantilados, con un diseño crudo, musculoso y expuesto a los vientos marinos. Ya fueran de piedra caliza, granito o arenisca, estos castillos eran declaraciones estratégicas y artefactos culturales.

El castillo, en esencia, era un híbrido: parte palacio, parte fortaleza. Protegía, sí, pero también deslumbraba. Albergaría banquetes, almacenaba riquezas y se erigía como manifestación física del derecho divino y el privilegio noble. Capillas religiosas dentro de sus muros, vitrales que representaban santos y batallas, y símbolos heráldicos pintados en grandes salones: todo en el castillo medieval hablaba el lenguaje tanto de la autoridad como de la aspiración.

Como consultora de turismo regenerativo, a menudo me pregunto: ¿qué historias eligen contar estos muros, y cuáles silencian? Los castillos europeos, a pesar de toda su belleza, también cuentan historias de exclusión, jerarquía y conquista. Comprender esa complejidad es vital, no solo para turistas, sino para quienes preservan e interpretan el patrimonio hoy.

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¿Qué hace a un fuerte un fuerte? La simplicidad estratégica de los centinelas de piedra de Ladakh

Y luego están los fuertes de Ladakh, marcadamente diferentes en tono, escala e intención. A primera vista, podrían parecer rudimentarios para un ojo europeo. No hay jardines esculpidos ni capillas abovedadas. Sin embargo, en su silencio yace una profunda sabiduría. Estos fuertes no se construyeron para mostrar, sino para sobrevivir.

Tomemos por ejemplo el Fuerte Zorawar en Leh. Construido en el siglo XIX por el General Zorawar Singh, carece del estilo ornamental de los fuertes europeos. En cambio, es robusto, utilitario, diseñado para soportar los duros inviernos de Ladakh y la turbulenta geopolítica. Su arquitectura es defensiva en el sentido más puro: muros gruesos de ladrillo de barro, entradas estrechas y puntos de vigilancia en las colinas para monitorear las rutas de caravanas a lo largo de la Ruta de la Seda.

El Fuerte Basgo, desgastado y blanqueado por el sol, sirvió en su momento como centro espiritual y bastión. A diferencia de los castillos europeos que separan lo sagrado de lo secular, los fuertes ladakhi a menudo incluyen gompas, templos budistas, dentro de sus terrenos. Esta fusión de fortificación y fe revela una cosmovisión donde la protección es no solo física, sino también metafísica.

Hay una humildad en estas construcciones. No son jactanciosas ni imperiales. Existen en diálogo con las montañas, a menudo construidas con la misma tierra sobre la que se alzan. En ese sentido, los fuertes de Ladakh se sienten menos como interrupciones y más como continuaciones del paisaje mismo.

Comparar castillos y fuertes no es para clasificarlos, sino para leer dos dialectos diferentes del mismo lenguaje arquitectónico: uno arraigado en la exhibición y la dominación, el otro en la resiliencia y la reverencia.

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Moldeados por el paisaje: el papel de la geografía y el medio ambiente

Castillos en valles verdes versus fuertes en crestas azotadas por el viento

En el corazón de Baviera, los castillos se elevan desde colinas boscosas como espejismos, envueltos en niebla, enmarcados por lagos alpinos y flanqueados por árboles susurrantes. Estos lugares se sienten casi oníricos, protegidos no solo por muros de piedra, sino por la suavidad natural de su entorno. Neuschwanstein, quizás el castillo más fotografiado de Europa, no es solo un monumento al romanticismo; también es un monumento a un tipo muy particular de paisaje, uno que invita a la belleza como estrategia de poder.

La geografía no es un fondo. Es un personaje. Un colaborador. Una limitación. En Europa, los castillos a menudo se ubicaban en lugares que permitían tanto la defensa como el acceso a tierras fértiles, rutas fluviales y caminos comerciales. Ríos como el Loira o el Rin no solo nutrían cultivos, sino también influencias. El clima suave, las estaciones predecibles y los valles fértiles permitieron una cierta ambición arquitectónica. Los muros podían ser más altos. Los interiores más ornamentados. Los jardines podían florecer.

Ahora, imagina Ladakh. El viento corta como una cuchilla. El oxígeno escasea. La tierra no es verde, sino de color óxido, seca como un hueso y escarpada. Aquí, los fuertes no se acurrucan en valles; se aferran a los acantilados, como desafiando la gravedad y la razón. Desde la cima del Fuerte Basgo, no vi más que tierra y cielo. No había bosques ni ríos. Solo silencio y piedra. Y, sin embargo, ese silencio guardaba siglos de historias.

El entorno de Ladakh impone su propia lógica. Los fuertes deben ser compactos, porque subir materiales por una pendiente de 3.500 metros no es poca cosa. Deben resistir no solo invasiones, sino altitud, cizallamiento del viento, deslizamientos y temperaturas heladas. La construcción utiliza materiales locales: barro, piedra y ladrillos secados al sol, porque nada más sobrevive. Los muros son gruesos no solo para soportar ataques, sino para aislar contra las noches del Himalaya.

Y aún así, hay belleza. Una belleza cruda y honesta. No hay ventanas doradas ni terrazas extensas, pero sí una especie de geometría sagrada en la forma en que las estructuras reflejan los contornos de las montañas. No fueron construidas para dominar la naturaleza, sino para sobrevivir en ella.

Cuando visitantes europeos encuentran estos sitios, a menudo veo un respeto silencioso en sus ojos. No porque los fuertes sean grandiosos, sino porque son improbables. Y en esa improbabilidad yace su verdad. El contraste entre los exuberantes valles europeos y las crestas azotadas por el viento de Ladakh no es solo visual, es filosófico. Un paisaje nutre la opulencia. El otro, la resiliencia. Ambos nos cuentan algo vital sobre lo que significa construir y perdurar.

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Cultura encarnada en piedra: religión, arte y rituales

Catedrales, capillas y caballeros: la huella cristiana en los castillos

En Europa, entrar en una capilla de castillo es adentrarse en un mundo donde la piedra respira escrituras. Es fácil olvidar, rodeado de exhibiciones de armaduras y salones de banquetes, que los castillos también eran espacios sagrados. Casi todos los castillos europeos importantes incluían una capilla privada, algunas tan grandiosas como la Sainte-Chapelle dentro de la Conciergerie en París, otras modestas y ocultas en torres. Pero todas cumplían un propósito más allá de la oración. Simbolizaban el derecho divino, reforzaban la autoridad del gobernante y santificaban la guerra misma.

Recuerdo haber visitado el Castillo Hohenzollern en Alemania, donde las vidrieras no solo contaban historias bíblicas, sino la historia de la ascendencia. La genealogía, la piedad y la soberanía estaban entrelazadas. Incluso la disposición misma de los castillos a menudo estaba influida por la cosmología cristiana: capillas orientadas al este, salones en forma de cruz e iconografía que recordaba a visitantes y residentes que el poder estaba ordenado desde arriba.

El arte no era decorativo, era declarativo. Murales de santos, cámaras de reliquias y ángeles tallados adornaban los interiores, transformando la fortaleza en una fortaleza celestial. Los códigos caballerescos se predicaban como guías morales, uniendo firmemente la virtud religiosa con el valor caballeresco. Esta fusión de cristianismo y arquitectura ayudó a transformar el castillo en una herramienta tanto de defensa como de devoción.

La huella religiosa en los castillos, especialmente durante las Cruzadas y la Inquisición, también revela verdades más oscuras: cómo la fe fue institucionalizada, armada e inmortalizada en piedra. Como analista cultural, encuentro estas tensiones tan fascinantes como la belleza que produjeron.

Chortens, gonpas y muros con murales: la espiritualidad budista en los fuertes ladakhi

En Ladakh, la religión no está encerrada en capillas. Se filtra en los muros, fluye por los pasillos y ondea en el viento. La presencia de chortens (estupas), ruedas de oración y antiguos gonpas (monasterios) dentro y alrededor de los fuertes deja claro que aquí lo espiritual y lo estratégico nunca estuvieron separados.

En el Fuerte Basgo, encontré un pequeño Lhakhang, cuyos murales desvaídos representan fieros deidades protectoras y serenos bodhisattvas, aún intactos después de siglos. A diferencia de la grandiosidad de los vitrales europeos, estas pinturas se sienten íntimas, casi susurradas. No buscan impresionar, buscan recordar. Que la vida es impermanente. Que el poder debe ser templado con compasión. Que la fortificación también puede ser sagrada.

El Palacio de Leh, que domina el horizonte de la ciudad como un centinela desgastado por el tiempo, contiene pequeñas salas de oración donde aún se encienden lámparas de mantequilla. Los visitantes a menudo pasan por alto estos rincones tranquilos, pero para mí, guardan el alma de la estructura. A diferencia de los castillos europeos, donde los espacios sagrados suelen ser centrales y lujosos, los fuertes ladakhi los esconden como tesoros, revelándolos solo a quienes se detienen y miran de cerca.

Esta integración de la espiritualidad no es accidental. En el duro paisaje de Ladakh, la supervivencia siempre ha dependido de la armonía: con la naturaleza, con los vecinos y con lo invisible. Los fuertes aquí no solo se construyeron para repeler invasores, sino para sostener la comunidad, preservar la fe y ofrecer protección en todos los niveles: físico, cultural y espiritual.

Si los castillos en Europa son monumentos al control del hombre sobre la tierra, los fuertes de Ladakh se sienten como ofrendas a algo más grande que el hombre. En ambos casos, la creencia está incrustada en la arquitectura. Pero la forma en que se manifiesta — grandiosa vs humilde, declarativa vs meditativa — revela cómo las civilizaciones responden de manera diferente a la misma pregunta: ¿cómo deberían coexistir el poder y la fe?

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Cultura material: de qué estaban hechas las paredes

De qué está hecho un edificio dice tanto sobre un lugar como su idioma o gastronomía. El material nunca es solo funcional, es cultural. Es el apretón de manos entre el entorno y la necesidad humana. Cuando recorres con la mano un muro de castillo en Escocia, sientes granito frío extraído de colinas ancestrales. En el sur de España, los muros de la Alhambra susurran con la frescura porosa de la arenisca roja y la arcilla. A lo largo de Europa, la paleta de construcción de castillos cambia según el suelo y la piedra bajo los pies del constructor.

En el Valle del Loira, en Francia, castillos como Chenonceau y Amboise están hechos de piedra caliza tuffeau, una piedra pálida, casi calcárea, que captura la luz y permite elaborados tallados. Estos castillos brillan al atardecer, reflejando no solo la luz sino el legado. En contraste, las oscuras piedras basálticas del Castillo Bunratty en Irlanda parecen absorber la historia, cada bloque cargado de tormentas y relatos.

Estas elecciones materiales eran tanto prácticas como políticas. La piedra duradera significaba longevidad, una afirmación de permanencia. El mármol importado, cuando se usaba, declaraba riqueza y alcance global. Incluso el color de la roca podía significar identidad regional o orgullo dinástico. Pero quizás lo más importante, la arquitectura de los castillos europeos se trataba de desafiar la naturaleza: más altos, más grandiosos, más simétricos que la tierra caótica que los rodeaba.

Ladakh cuenta una historia diferente. Aquí, los muros de los fuertes no son declaraciones de dominación, sino de coexistencia. Los materiales son humildes: ladrillos de barro secados al sol, piedras recogidas localmente, madera de valles distantes. No fueron elegidos por su grandiosidad, sino por lógica, por supervivencia. En condiciones de gran altitud donde los inviernos muerden y los caminos suelen estar intransitables, lo que construyes debe venir de lo que tienes.

Toma el Palacio de Leh. Construido con tierra compactada y madera, sus muros aíslan del frío, resisten la actividad sísmica y se funden perfectamente con las montañas marrones que lo rodean. Desde lejos, el palacio no se eleva sobre la tierra, sino que emerge de ella. Esta es la esencia de la arquitectura vernácula: construir en conversación con el lugar, no en desafío a él.

Lo que más me impresionó, como alguien que ha asesorado proyectos de construcción eco-sensibles en Sudamérica, es lo inherentemente sostenibles que son estos fuertes himalayos. Antes de que «construcción verde» se convirtiera en una palabra de moda, Ladakh ya lo practicaba, por necesidad, no por diseño. Materiales locales. Mínimos desperdicios. Aislamiento pasivo. Reutilización.

En el mundo actual, consciente del clima, hay algo profundamente inspirador en eso. Me hace preguntarme: ¿y si dejáramos de ver las estructuras antiguas como reliquias y empezáramos a verlas como guías? ¿Y si el camino hacia el futuro estuviera, literalmente, construido en el pasado?

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Género, trabajo y poder: quién construyó y quién habitó estas fortalezas

Es fácil romantizar los castillos y fuertes cuando solo se mira la fachada. Grandes siluetas contra cielos dramáticos. Escaleras de piedra desgastadas por los pies de la historia. Pero detrás de cada arco y baluarte hay otra historia, una no de reyes y generales, sino de obreros, sirvientes, mujeres y artesanos anónimos que no dejaron firma, solo estructura.

En Europa, la construcción de castillos a menudo era un proyecto financiado por el estado o la iglesia, ejecutado por una compleja red de albañiles, canteros, carpinteros, herreros y a veces prisioneros o campesinos indentados. En sitios como el Castillo de Warwick o Edimburgo, aún se pueden ver las ranuras talladas por martillos y cinceles. Pero los nombres de esas manos casi siempre se han perdido en el tiempo.

Las mujeres, aunque rara vez permitidas para diseñar o construir, habitaban esos espacios como reinas, damas de compañía, curanderas y, más invisiblemente, como lavanderas, cocineras y niñeras. Su trabajo diario sostenía la belleza y funcionalidad del castillo. Mientras que los relatos románticos las pintan como doncellas mirando desde torres, la realidad habla de resistencia, habilidad y contribuciones invisibles. El poder en los castillos era de género, sí, pero no siempre pasivo.

Ahora voltea a Ladakh. Aunque los fuertes aquí son más pequeños, sus historias humanas son igual de complejas. Las historias orales hablan de pueblos enteros reuniéndose para construir muros antes de la llegada del invierno. La construcción no siempre fue comisionada por la realeza, a menudo fue comunitaria, incluso espiritual. La línea entre trabajo y ritual se desdibujaba. Construir un fuerte cerca de un monasterio significaba alinearse con la astrología, ofrecer oraciones antes de colocar los cimientos y compartir recursos con los vecinos.

En el Fuerte Zorawar, se enlistaron canteros y artesanos locales durante la expansión Dogra. Algunos relatos mencionan trabajo forzado bajo el gobierno militar. En el Palacio de Leh, mujeres de aldeas cercanas cargaban agua y barro durante la construcción, sus esfuerzos no registrados pero esenciales. Este silencio en los registros históricos no es ausencia, es borrado.

¿Quién vivía en estos fuertes? No solo gobernantes y monjes, sino familias, guardias, escribas y artesanos. Las habitaciones del Palacio de Leh, ahora vacías, alguna vez resonaron con oraciones, política y comidas compartidas en mañanas frías. En contextos europeos y ladakhi, el poder estaba incrustado en los muros, pero también la vida. Una vida desordenada, ordinaria y profundamente humana.

Como alguien que trabaja en turismo regenerativo, creo que la narración debe incluir todo el espectro de la historia, no solo quienes gobernaron, sino quienes construyeron y sirvieron. Solo entonces podemos mirar estas majestuosas estructuras y verlas claramente, no solo como símbolos de poder, sino como testimonios vivos del esfuerzo colectivo, el trabajo de género y la complejidad social.

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Fuertes y castillos en el ojo moderno: de la ruina a la revitalización

Castillos europeos como íconos turísticos y lugares de bodas

Seamos honestos: hoy en Europa, los castillos se han convertido en escenarios para sueños modernos. Algunos albergan óperas bajo las estrellas; otros funcionan como hoteles cinco estrellas, museos o lugares de bodas de cuento de hadas. Asistí una vez a una cumbre sobre liderazgo climático en un castillo austríaco donde los muros, antes defensivos, ahora resonaban con debates sobre resiliencia y sostenibilidad. La ironía no se me escapó.

Desde Neuschwanstein en Alemania hasta el Château de Chillon en Suiza, muchos castillos europeos son ahora algunas de las principales atracciones turísticas de sus regiones. Atraen a millones cada año, visitantes que buscan belleza, nostalgia, historia o momentos perfectos para Instagram. Se han desarrollado economías enteras en torno a su preservación y presentación.

Pero con el turismo llega la tensión. La necesidad de atraer multitudes a menudo choca con la responsabilidad de proteger. El patrimonio se convierte en espectáculo. La autenticidad a veces se sacrifica por la accesibilidad. Y sin embargo, no se puede negar que esta visibilidad ha preservado innumerables sitios que de otro modo se habrían derrumbado. Europa ha invertido mucho en restauración, apoyada por subvenciones gubernamentales, la UNESCO y asociaciones público-privadas.

La pregunta es: ¿podemos amar estas estructuras sin consumirlas? ¿Podemos relacionarnos con ellas no solo como destinos, sino como diálogos entre pasado y presente, memoria y mercadotecnia?

Los fuertes de Ladakh: ¿Patrimonio en riesgo o oportunidad para el turismo regenerativo?

En Ladakh, la historia es menos pulida y quizás más urgente. Muchos fuertes permanecen fuera del radar del turismo global. Algunos están en ruinas, amenazados por la erosión, el abandono y el cambio climático. Otros, como el Palacio de Leh, han visto restauraciones parciales por parte de la Agencia de Arqueología de India, pero reciben menos visitantes en comparación con monasterios o rutas de trekking.

Y sin embargo, aquí hay un potencial inmenso. Los fuertes de Ladakh son crudos, poderosos y en gran medida no comercializados. Ofrecen no solo una visión histórica, sino también un sentido del lugar que no puede ser replicado. Caminar por los pasillos agrietados por el sol de Basgo o estar en las murallas azotadas por el viento del Fuerte Zorawar es conectar con una versión de patrimonio que es silenciosa, digna y viva.

La clave es el turismo regenerativo. No solo visitar, sino restaurar. No extraer, sino intercambiar. Las comunidades locales deben liderar el proceso, ofreciendo hospedajes familiares, paseos guiados, sesiones de narración y comida tradicional alrededor de estos fuertes. Los visitantes, a su vez, contribuyen no solo con dinero sino con respeto, diálogo y visibilidad.

Un ejemplo inspirador es la iniciativa liderada por la comunidad cerca de Basgo, donde los locales han comenzado a ofrecer tours interpretativos basados en la historia oral y la conciencia ecológica. También hay un interés creciente de arquitectos conservacionistas por usar técnicas antiguas de construcción en la restauración de estos sitios: revoque de barro, piedra tallada a mano, sistemas naturales de drenaje.

A diferencia de sus contrapartes europeas, los fuertes de Ladakh tienen la ventaja de empezar frescos, no cargados por el turismo masivo, sino listos para ser moldeados por un turismo consciente. Si actuamos con cuidado, estos sitios pueden ser más que ruinas. Pueden convertirse en puentes entre pasado y futuro, visitante y anfitrión, memoria y custodia.

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Reflexión personal — Lo que estos muros me susurran

En algún lugar entre los acantilados azotados por el viento de Basgo y los céspedes cuidados de Chenonceau, comencé a escuchar a las piedras hablar. No en lenguaje, sino en presencia, en textura, en silencio. Y lo que susurraban no era grandeza ni gloria, sino memoria. Frágil, estratificada, inacabada.

Castillos y fuertes, a través de continentes, fueron construidos para perdurar. Pero más que eso, fueron construidos para ser vistos. Para marcar espacio. Para contener poder. Y al hacerlo, se convirtieron en espejos de las sociedades que los crearon. Los castillos de Europa hablan de dinastías y derecho divino, de simetría y espectáculo. Los fuertes de Ladakh, por otro lado, hablan de supervivencia y espíritu, de adaptación más que afirmación.

Y sin embargo, comparten algo profundamente humano: la necesidad de pertenecer. La necesidad de aferrarse a algo mientras el tiempo pasa rápido. Ya sea un león de piedra tallado en un baluarte escocés o una bandera de oración ondeando sobre una almena ladakhi, estos símbolos nos recuerdan que nuestros ancestros también anhelaron dejar una marca, proteger lo que importaba y vivir más allá de sí mismos.

Como europea que caminó por Ladakh por primera vez, me sentí humilde. Estos fuertes no pedían ser admirados. Pedían ser recordados. Ser escuchados. Y quizás, ser reimaginados, no solo como monumentos históricos, sino como agentes activos en el presente: educando, uniendo, regenerando.

Si tú, querido lector, alguna vez has vagado por una torre de vigilancia en ruinas o te has apoyado en un muro de castillo preguntándote qué vidas pasaron antes que tú, entonces ya sabes. La arquitectura no es solo forma, es sentimiento. Y en ese sentimiento yace la oportunidad no solo de visitar, sino de conectar.

Que la próxima vez que estés frente a una fortaleza, ya sea en los Alpes o en el Himalaya, sea un momento de reconocimiento silencioso. No solo de diferencia, sino de parentesco. Porque aunque construidos a océanos de distancia, los castillos del mundo y los fuertes de Ladakh están unidos por la misma argamasa invisible: el instinto humano de recordar, proteger y soñar en piedra.

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Sobre la autora

Nacida en Utrecht, Países Bajos, y actualmente viviendo en las afueras de Cusco, Perú, Isla Van Doren es consultora de turismo regenerativo con más de una década de experiencia explorando la intersección entre ecología, cultura y preservación del patrimonio.

Con formación en antropología cultural y políticas ambientales, su escritura equilibra el conocimiento académico con una intuición poética — usando datos para fundamentar sus ideas y emoción para elevarlas. Ha trabajado en iniciativas de turismo sostenible en los Andes, la Patagonia y Bután, aportando una perspectiva global a cada historia local.

Este viaje a Ladakh marca su primer encuentro con los Himalayas indios. Lo que más la cautiva no es solo la belleza austera de la región, sino la manera en que la memoria vive en su arquitectura y cómo contrasta con los legados fortificados de Europa que ella conoce tan bien.

A través del análisis comparativo y la narración, invita a los lectores a ver más allá de la piedra y la estructura — a considerar las culturas que las construyeron y los futuros que pueden inspirar.